Ya estaba sentado y hasta tratando de conciliar el sueño cuando llegó ella y le pidió permiso para ocupar el asiento junto a la ventana. Antes de que pudiera verla con claridad le envolvió su perfume, aquel olor a jazmín tan peculiar, tan penetrante, tan inolvidable desde aquel mismo instante. No hizo más que acomodarse cuando, al tiempo que le clavaba aquellos ojazos verdes orlados de espesas pestañas, levantó el brazo que separaba ambos asientos y movió aquellos muslos increíbles escapados de la ínfima minifalda en su dirección, apuntándole a él, enervándole a él, enloqueciéndole a él. Era el autobús de las 6.00 p.m. de Santiago a Santo Domingo, por lo menos dos horas le esperaban envuelto en jazmín, asaltado por aquellos muslos, arrobado por aquel verde soñador y, culminación divina, acariciado por aquella voz ligeramente ronca que le llegaba enervante desde unos labios de ensueño, una voz que le hizo saber que sentía frío para que entonces él, caballero, aunque dolido por tener que ocultar aquellos muslos, la cubriera con su chaqueta. Cuando el autobús emprendió la marcha y las luces internas se apagaron, sintió cómo ella se aproximaba aún más, las rodillas cubiertas por la chaqueta tocaron las suyas, sus cabellos rozaron su frente, sintió su aliento en el rostro y vio el reflejo de las bombillas del alumbrado público.
en sus pupilas en medio de unos destellos de picardía que le hacían ya estremecer de placer. La besó. La besó en los suaves cabellos, en el lóbulo de las orejas, en los ojos, en la boca y se hundió en ella poco a poco, disfrutando sin prisa el placer de los besos. Su mano se deslizó bajo la chaqueta y acarició los senos, primero por encima de su blusa, luego, desabotonada con presteza por ella, sobre la piel tersa y firme, sobre los pequeños, erectos pezones sintiendo como se estremecía toda ella. Luego los cinco aventureros bajaron prestos y se sumergieron bajo la minifalda, palpando, rozando, acariciando con suavidad e insistencia mientras ella gemía por lo bajo y se estiraba abriendo más las piernas, dejándole espacio vital para el disfrute. Miró a su alrededor con disimulo pero en la semipenumbra del autobús los que no dormían ya conversaban en voz baja o auscultaban las sombras de los campos vecinos. Los besos se sucedieron, las caricias continuaron mientras los kilómetros quedaban atrás, su rostro apuntando al frente como si quisiera adivinar lo que venía al encuentro del autobús, su mano izquierda descansando en los hombros de él, los muslos desnudos bajo la chaqueta, fríos bajo la caricia que no cesaba, los pezones blandos como si ya no disfrutara, toda ella abandonada a lo que él quisiera o hiciera, él, él mismo perdiendo interés a medida que pasaban los minutos y los kilómetros por aquella dejadez que tanto contrastaba con el ímpetu inicial, con la lujuria desatada de los minutos iniciales, por la evidente falta de correspondencia, ¿qué te pasa, no te gusta? El susurro quedo junto al oído y ella que ni siquiera responde, que continúa impertérrita mirando al frente, los ojos abiertos, fijos en un punto indefinido, los ojos sin luz de aquella mujer hermosa y muerta quién sabe desde cuál beso o kilómetro o caricia.
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